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El poeta del río.

Autor: Nestor Zambrano 

Mientras Martín escuchaba las historias del viejo Miguel en el antiguo puerto de El Banco, Magdalena, en el muelle, en ese lugar donde los escasos tambores pregonan su aire cumbiambero, donde la flauta de millo  se comunica con los nervios humanos y estremece corazones. Un lápiz rodó hasta sus pies, lo tomó, notó  que era un lápiz diferente;  lo miró  detalladamente y cuando quiso   descifrarlo alguien se acercó a él y le  dijo: ––Joven ese lápiz es mio, se cayó de mis manos y ¡carajo! que bueno que usted lo rescató.
Se lo entregó, pero él pudo  ver su rostro y notó  que no estaba bien, le preguntó                –– ¿señor… le pasa algo?, ––el respondió con voz entrecortada ––no lo entenderás muchacho, nadie puede dimensionar la magnitud de mi pena––. Martín quedó sin palabras, pero el parecía que quería seguir hablando de su melancolía.
Miguel, aquel viejo apoderado de muchas historias, había partido sin decir adiós; entonces le dijo  al triste hombre que se hiciera a su  lado, él no dudo en hacerlo. La tarde poco a poco moría, el sol con sus destellos naranjas lentamente se escondía de aquel lejano firmamento, espejo de las aguas del río, el hombre que estaba a su diestra parecía morir con ella.
Martín Interrumpió su mirada fija, sus ojos aguados, su sonrisa invisible y le dijo: ––sé que no puedo saber que siente ahora, porque es lo que usted tiene dentro, sé que soy un joven que no entiende muchas cosas que pasan en la vida de un hombre de canas,  pasos lentos, de arrugas en la piel… pero cuénteme ¿qué le pasa?.
––Sabes, primera vez que un joven se interesa por mi vida, nunca tuve hijos, viví con las desdichas del amor, con la fidelidad de la escases y solo un papel y un lápiz fueron mi refugio…
–– ¿Un lápiz y un papel? –– Interrumpió –– sí,  solo escribir se ha convertido en mi mayor aventura, en mi más  grande desahogo, aunque hasta ahora yo sea el lector de mis propias escrituras. Antes de continuar quiero saber como te llamas ––mi nombre es Martín, pero de cariño me dicen “Marto” ––¡oh! tienes el mismo nombre de mi fallecido padre, quise  tener su mismo nombre, pero no tuve fortuna y me llamaron Vicente ––sonrieron simultáneamente en coro de una alegría efímera.––tengo que regresar a mi desolado recinto, debo despedirme de ti, fueron las palabras de Vicente –– no, señor Vicente no se vaya déjeme escuchar su historia… ––te espero a las siete de la mañana en la playa Pocabuy y te cuento de mis fracasos pero también de mis ilusiones ––ahí estaré señor Vicente, vaya con cuidado–– dijo Martín.
Vicente tomó la ruta diaria, para llegar hasta su casa, una reina adornada de palma amarga y maquillada de arcilla. Ahí adentro una mesa y un taburete, un mechón que alumbraba la oscura noche, se sentó y recordó lo que momentos antes había vivido con  Martín y plasmó esa experiencia en un papel…
“Como la brisa de repente él llegó y me invito a su pequeña vida,
Me identifiqué con su alma soñadora, con su inocencia natural…
El momento y el tiempo abatieron mi realidad afligida
Y de un instante pase hacer parte del espacio sideral.
El río pareció detenerse y apreciar la escena de ese mágico encuentro
Un encuentro diferente, así lo percibió mi maltratado corazón
Quise decirle que fuera mi hijo por un segundo,  pero reaccioné
Y como todo frustrado poeta quedo en una simple ilusión”.
 Vicente Se quedó dormido en la mesa de madera, en donde ha escrito las palabras mas hermosas que existan para una mujer,  pero en donde ha dejado las gotas de llanto  que han brotado de sus ojos.
Del otro lado Martín acostado en su cama  no podía dormir, su afán de que pasara el tiempo rápido para reencontrarse con el protagonista de su duda y de su intriga.
El sueño se apoderó de su cuerpo y cerró sus ojos de aventurero. La Aurora se asomó Por la ventana café, él percibió al  sol en el horizonte, el gallo cantó y las aves entonaban la mejor melodía, se levantó de su cama, corrió hasta el patio de su casa, saludó a su perro “Terry”. Su madre, la señora Candelaria,  una mujer de baja estatura color trigueño,  de cabello crespo y millones de lunares en su cara;  preparaba el desayuno. ––Buenos días mamá ––buenos días “marto”,  ya tienes el desayuno en la mesa ––bueno mamá gracias…
A él no le importo el par de bocachicos, el bollo limpio, el café con leche que estaba servido; tomó su bicicleta y emprendió viaje, quería llegar puntual a la cita con Vicente. En su camino, cantaba una canción titulada “el  gallo tuerto”, una cumbia de la autoría de un ribereño dueño de una piragua, de doce bogas y de travesías por el río.
El viejo Vicente  se le había adelantado al sol, desde muy temprano estaba postrado en la arena de la playa reflexionando, del mundo que lo rodeaba, de un mundo habitado, por pescadores abriendo su atarraya, canoas ancladas en la playa, de garzas blancas, de un viento tímido.
––Vicente he llegado puntual ––dijo Martín a las espaldas del viejo desdichado ––eso veo muchacho, tienes cara de querer saberlo todo, ven siéntate a mi lado.
Se habían intercambiado los papeles, fue el canoso Vicente quien invitaría esta vez a Martín hacerse a su lado. Martín escuchaba las historias, concentrado y en la arena de la playa dibujaba trazos con sus dedos, Vicente no pudo evitar que sus ojos se rellenaran de lágrimas, pero no dejo escapar ninguna. Las conversaciones a muy temprano de la mañana se volvieron cotidianas, Martín cada vez más estaba interesado en conocer la vida de ese gran poeta anónimo.
Una mañana de viernes Vicente dialogaba con el joven, le contó que hacía mucho tiempo su novia, la que iba a hacer su esposa, hirió su corazón ––tuve un  gran romance con una bailadora de cumbia, la conocí en los cumbiones que se hacían en la esquina de “papa abuelo”, ella muy elegante, con su vestido de colores, sus labios tan rojos como la flor de coral que llevaba puesta en su cabeza. En una ronda de Cumbia la saqué a bailar y ella se dejó llevar por mi conquista, intenté acercármele más, pero  con un maso de vela encendida que llevaba en su mano derecha, me separaba de su hermoso rostro. La enamoré, con cantos de José Barros, y le dediqué una de sus canciones “Momposina” como  tributo a su tierra natal y también a su hermosura. Tuvimos un maravilloso romance, pensé que sería el amor que tanto esperaba,  pero no fue así. Quedo embarazada,  no lo quiso tener… abortó y se marchó dejándome solo pesares.
Martín no podía creer lo que estaba escuchando, le parecía una historia tan cruel, ahora si entendía la tristeza inmensa del viejo Vicente.
El viejo siguió: ––hoy ya a mi avanzada edad, no me queda sino despedirme de esta dura realidad, solo fui correspondido por el río, el siempre fue fiel, por el viento, que me acariciaba en la mañana y por el sol que alumbraba mi camino. Debes saber también  que estoy sufriendo una enfermedad que muy pronto  acabara con mi vida.
Martín no sabía que decir, pero Vicente continuaba: ––hoy te veo como un hijo, ese que murió sin ver la luz, me identifiqué contigo y por eso quiero decirte lo importante que eres para mi, siempre me escuchaste y si moriría hoy mismo, al menos tendría una razón para fallecer con alegría, la alegría que me fue esquiva por muchos años.
Martín no miraba los ojos de Vicente sino su arrugada piel y sus manos temblorosas, el viejo enmudeció y solo el sonido del río conjugado con el de los motores de las “chalupas” que a diario transitan por las aguas turbias  del río Magdalena. Después de ese silencio prolongado, “Marto” abrazó a Vicente, su mentón reposaba en el hombro derecho del poeta, sus dos pequeñas manos descansaban en su espalda mientras el mundo seguía su marcha.
––Ahora vete a casa, tu madre debe estar preocupada ––dijo el viejo con voz de resignación. Martín se montó a su bicicleta y emprendió viaje nuevamente hasta su casa, esta vez no cantaba los versos de cumbia. Su mirada baja, fija y triste era la única expresión de sus ojos café oscuro, tan oscuro como el recuerdo que escuchó del viejo Vicente. Todavía faltaban dos horas para ir al colegio, entonces decidió ir a la plaza, en donde los niños se divertían jugando fútbol, donde los pensionados se reunían a hablar de temas sociales, o simplemente a recordar una que otra de sus hazañas. Ahí donde los borrachos hacían reír a la multitud con sus expresiones descabelladas y fuera de lugar, los jugadores de póker, dominó y bingo también tenían su espacio. Era para Martín el único momento para distraerse, se sentó en una esquina a escuchar más historias, pero esta vez de los chismosos del pueblo que a diario solían encontrarse en una abandonada banca que de día servía como puesto de conversatorio y de noche la única cama de un desahuciado  indigente.
––Imagínense que por ahí andan diciendo que en las madrugadas una mujer sale llorando a su hijo, muchos la han escuchado, todos dicen que es un espanto y la llaman la llorona loca… ––fueron las palabras de Faustina Rodríguez, una de las integrantes del grupo conocido como “los lengua larga”. –– sí,  a mi también me contaron que la han visto, que viste de blanco y lleva un tabaco prendido en la boca ––dijo Humberto Lobo con rostro pálido y ojos de asombro. Al parecer el pueblo estaba consternado por el fantasma que en horas de la madrugada despertaba a sus habitantes.
Martín no quiso escuchar más, su piel se erizó del susto y rápido llegó a su casa a contarle a su madre lo que había oído ––mamá escuché que en las madrugadas sale una mujer vestida de blanco , llorando y con un tabaco prendido en la boca, dicen que es un espanto ––no prestes atención a lo que dice la gente hijo, esos son solo mitos, expresó doña Candelaria con un tono consolador; Martín se calmó,  fue hasta la ventana de su cuarto y  se quedó detenidamente observando  el regreso de los pescadores a sus parcelas, unos con la suerte de llenar sus redes y los otros con la desdicha de regresar a casa sin un pez para desayunar.

Mientras tanto el viejo Vicente estaba acostado en su humilde cama de madera, allí  frente a él,  un Cristo colgado en la pared, a su derecha un retrato  de su madre tan viejo que solo se podía ver su crespa cabellera. A su izquierda miles de hojas llenas de letras, romance, prosa, versos e historia. Todo parecía estar tranquilo hasta que el poeta sintió un dolor fuerte en su pecho y una tos incesante se apoderó de él.
En lo más recóndito de su corazón sentía que sus horas de vida se esfumaban, que ya la muerte lo necesitaba para que le escribiera y que su poesía solo quedaría  en papeles y ruinas. No esperó a que llegara la agonía para escribir sus últimas palabras y con fuerzas que sacó de sus entrañas se sentó en la mesa y escribió:


“Escucho a lo lejos el crujir del río que besa la playa blanca,
El canto de los pájaros en un coro  de hermosas melodías;
Me huele al perfume de los recuerdos memorables de la infancia
Y siento morir en este lecho de melancolía.
Quiero decirle al amor que reconozco su victoria, yo perdí
A la soledad le agradezco su fiel compañía,
A la felicidad injusta que rara  vez se aparecía
Pero que puedo hacer si era el destino de mí existir”.

El viejo escribía cada letra con tinta de tristeza, de una agonía que embargaba su pávido sentimiento de morir. Llegó la tarde y él con una lentitud de desahuciado seguía plasmando en el papel los últimos versos de su vida.

Hoy ya casi en la oscuridad  de esta noche tenebrosa,
Escribo las últimas  esquirlas que produce mi imaginación;
Los pausados latidos de sentimiento que emana mi corazón
Y dejo en esta hoja la poca rima que queda en mi prosa.
Martin…

Ya su escritura se interrumpía por el dolor en lo mas profundo de su ser, el sudor y el llanto se unían formando un río de lamento, su corazón aminoraba sus impulsos, sus ojos hondos, su boca pálida…  pero un último esfuerzo le permitió continuar.

“Martin,  hijo de mis ilusiones, la respiración se me acaba,
Mañana quizás no estaré sentado en la playa contigo;
Gracias por lo que juntos de frente al rio construimos
Esa llama de sentimientos que lentamente se…”
La muerte no le permitió escribir la última palabra, su lápiz calló al suelo y él quedó tendido ahí en la mesa. El viejo de la poesía se fue del mundo que la vida le prestó para dejar su obra literaria en manos de un joven soñador, Martín.
Amaneció nuevamente y Martín en su rutina partió de su casa a buscar una historia más, pero nunca se imaginó lo que había pasado en la pequeña casa ubicada a orillas del Magdalena.
Él llegó a la playa con sus pies descalzos, caminó y no vio al poeta en la orilla, se extrañó, siguió caminando hasta llegar a la puerta que estaba medio ajustada, la abrió; pisó el lápiz que en su agonía el viejo dejó caer y lo vio abrazando la mesa, sus manos empuñaban la hoja en donde había escrito su último pedazo de alma literaria. Martín a lejana vista dedujo que se había quedado dormido, se le acercó y lo llamó con voz de temor, pero Vicente ya no podía resucitar, nunca le contestó. Martín no sabia que hacer y con una sola lágrima expresó el aprecio que le tenía.

Después de asimilar lo sucedido Martín, cogió el papel y leyó sus declaraciones antes de morir, y repitió en voz alta la última parte donde aparece su nombre.

“ Martín,  hijo de mis ilusiones, la respiración se me acaba
Mañana quizás no estaré sentado en la playa contigo
Gracias por lo que juntos de frente al río construimos
Esa llama de sentimientos que lentamente se…”

Él percibió que el viejo no pudo terminar, pero sus ojos dibujaron esa palabra que faltaba y dijo: “apaga”. Entonces comprendió que esa llama se había apagado  en el preciso momento cuando la naturaleza dejó de contemplar la intachable vida de un poeta que vivió para dejar un legado de memorables letras.

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